EL CONFIDENCIAL (21/10/2020)
Francisco Bescós se convirtió en padre de mellizos el
16 de mayo de 2016. Sin embargo, aquella fecha no es del todo feliz en su
memoria, sino confusa. Aquel día aparecieron en su vida Paulina y Chisco,
mellizos, pero también un diagnóstico: una asfixia perinatal que provocó a
Paulina una parálisis cerebral. A lo
largo de aquella primera noche, su vida no estuvo asegurada y a la postre se
tradujo en una discapacidad permanente cuyo destino era un misterio: tantas
papeletas tenía para quedar vegetal como de sufrir una afectación leve que le
impidiera solamente el gesto de tocar el violín.
Cinco años después, Francisco Bescós no ha salido de la zona donde las preguntas dan miedo. Publica 'Las manos cerradas' (Sílex), un ensayo emocional de profundidad sísmica y un tono luminoso, donde cuenta su experiencia como padre de una niña discapacitada y presenta batalla ante los desafíos a los que se enfrentan muchos otros como él. Entre ellos, el cierre proyectado de los centros de educación especial, con el que el Gobierno no ha dejado de jugar.
PREGUNTA. Hay una palabra que es un poco pedante pero que
leyendo tu libro veo de forma distinta: neurodivergente. Paulina y Chisco son
neurodivergentes, ella va hacia un sitio y él, que no tiene afectaciones, hacia
otro. ¿Cuál es la experiencia, como padre, ante esta 'neurodivergencia'
literal?
RESPUESTA. Expresa muy bien lo que vivimos. Nosotros, a diferencia de
otros padres que descubren el nombre de la discapacidad de su hijo cuando pasan
los años, teníamos el nombre, parálisis cerebral, pero no sabíamos cómo le iba a afectar.
Y esas afectaciones se ven en el espejo de su hermano. Cuando tenían pocos
días, las diferencias entre ellos solo podía detectarlas un neurólogo o una
enfermera de la UCI pediátrica. Pero a medida que va pasando el tiempo, Chisco
va haciendo cosas y Paulina no. Por lo tanto, la parálisis cerebral se
manifiesta separándolos.
P. ¿Paulina se iba a llamar Paulina? Lo pregunto porque,
durante el embarazo, uno fantasea con cómo será su hijo, y elige el nombre. En
tu caso, el nombre estaba ahí esperando a otra Paulina, como si hubierais
comprado billete para un país y el avión os hubiera llevado a otro totalmente
diferente.
R. Haces mención al relato de Emily Pearl Kingsley, de cuya metáfora me
apropio en mi libro. Describe la experiencia de ser madre de una niña con
discapacidad como la de alguien que está organizando todo un año sus vacaciones
en Italia, con toda su exuberancia, su comida, su diversión, su arte... Y
cuando toma el avión aparece en Holanda. Y, bueno, Holanda es un sitio muy
bonito pero tienes las maletas preparadas para las playas de la Riviera, y la
guía de Florencia, así que ahora tendrás que acostumbrarte a los ritmos lentos
de las llanuras holandesas.
P. Los 'italianos' (gente sin discapacidad) sabemos muy
poco de Holanda, a no ser que nos toque una hija holandesa o suframos un ictus
o cualquier cosa así. En tu libro dices que, además, de Holanda nos enseñan
muchos espejismos.
R. Sí. Me refiero a las historias edulcoradas que te presenta Youtube o
las películas de Hollywood, historias de superación. Yo mismo nunca me había asomado a
un colegio de educación especial, ni a una UCI pediátrica, ni a un centro de atención temprana
hasta que me tocó. La gente de Italia ve Holanda desde sus ventanas, y desde
esa perspectiva solo ves a los pocos 'holandeses' que han sido capaces de subir
a los pisos altos y asomarse y saludar. Pero hasta que no te internas en la
Holanda profunda, en sus calles, donde están los que no pueden ni levantarse,
ni saludar con la mano, ni pensar. Así que no sabes lo que hay.
P. Cuentas que vosotros, en tu familia, os habéis prohibido
cualquier pensamiento que empiece por '¿y si...?'. ¿Por qué?
R. El 'y si...' es una fuente de decepciones y miedos horribles. Si estás
todo el tiempo mirando a Italia y preguntándote cómo sería estar allí, Holanda es
el infierno. O al revés, si estás todo el día pensando qué pasaría si tu hija
acaba postrada en una cama, o cómo estará si de repente su afectación va a
peor. Nosotros tenemos que intentar jugar la mejor mano posible con las cartas
que nos han tocado en esta partida. Y para eso, los 'y si', los condicionales,
los hemos desterrado.
P. Sin embargo, tu libro es un 'y si...'. Porque
la voz narradora no eres tú sino Paulina. Una Paulina cínica, ingeniosa, capaz,
desarrollada y pensante que te pone contra las cuerdas. Una voz ficticia,
porque no es la Paulina que hay en este universo, sino como tú mismo dices
quizás la de otro universo paralelo.
P. Todo ese rollo. Y lo peor es
que esta clase de relato triunfal de la discapacidad es muy goloso para
instrumentalizar a los discapacitados, y decirte: “Mira, si el muchacho ha podido,
¿cómo no vas a poder tú montar tu tienda de 'cupcakes'?”. Son historias que se
hacen servir como cuentos ejemplarizantes en el mundo ajeno a la discapacidad.
Fábulas de superación para que tú creas que si te despiden o te explotan
tampoco es el fin del mundo.
P. Entre los
muchos temas que nunca veremos en las charlas motivacionales, tú tratas algo
que es tabú y que me parece fundamental. 'La maldición'. ¿A qué te refieres?
R.
Bueno, eso es tabú en Italia, no en Holanda. Los padres de discapacitados
severos que no pueden valerse por sí mismos y no podrán hacerlo se enfrentan a
la maldición: la sensación de que se quedarían más tranquilos si sobrevivieran
a sus hijos. Pero lo peor de la maldición es que tampoco te ofrece un futuro
deseable. Recurro a palabras de Sergio del Molino y Francisco Umbral (ambos perdieron a sus hijos pequeños)
para dejar claro que enterrar a tu propio hijo es la experiencia más dolorosa
que existe, hasta tal punto que, como dice del Molino, ni siquiera hay un
término para designarla. Que tu hijo tenga discapacidad no te ahorra ese dolor.
Sin embargo, muchos de nosotros acabamos considerando que nos daría
tranquilidad saber que viviremos, aunque solo sea, una sola hora más que
nuestros hijos discapacitados. Para asegurarnos de que no van a sufrir. Esto a
Rebeca y a mí no nos ha pasado, porque Paulina tiene buenas perspectivas. Pero
cuando convives con otros padres de niños discapacitados que a lo mejor tienen
más afectación, ves que pasa. Y te lo dicen sin reparos: “Es que me da miedo
que mi hijo me sobreviva”. Hasta cierto punto, todos nos enfrentamos a este
dilema emocional y ético, que es absolutamente irresoluble. Eso es 'la
maldición'.
P. Sin embargo, existe cierta superación parcial. En este
sentido, tú hablas de la atención temprana. ¿Por qué es tan importante?
R.
La atención temprana es el conjunto de prácticas psicológicas, pedagógicas y
fisioterapéuticas que necesita un recién nacido con discapacidad o riesgo de
padecerla para reducir en un grandísimo porcentaje sus secuelas. Es una disciplina fundamental. Debería ser no solo gratuita
sino dependiente de las carteras de seguridad social, y es una pena porque no
es así. La única comunidad autónoma donde la atención temprana depende del
sistema público de salud es Cantabria. Y en otras, como Canarias, ni siquiera
existe. En Canarias, con Paulina, me hubieran dicho que me lo pagase yo.
P. ¿Fue
fácil acceder a ella en Madrid?
R.
Mira, cuando nació Paulina nos dijeron que tenía parálisis cerebral, y al mismo
tiempo: “Pero no os preocupéis, porque actualmente la neuropediatría está muy
desarrollada, y con estimulación temprana, logopedia, etc., se la puede someter
a una serie de terapias por las que puede llegar a estar mucho mejor y que su
nivel de secuelas sea mucho más bajo”. Es un momento clave, el del recién
nacido, porque el cerebro es plástico y está estableciendo sus conexiones para
convertirse en un cerebro maduro, así que hay que iniciar muy rápido la
atención temprana. Te dicen que los ocho primeros meses son fundamentales.
P. Es decir:
hay que darse una prisa de la hostia.
R.
Claro. Mucha. Y entonces llamas al Crecovi, que es el organismo de la Comunidad de Madrid que se ocupa de valorar el grado de
discapacidad para asignarte una terapia y darte plaza en un centro concertado,
y descubres que te dan cita para dentro de 10 meses.
P. ¿La cita
para hacerle el examen?
R.
Sí. Diez meses. Y solo para hacerte la valoración del grado de discapacidad,
que en esos 10 meses sin recibir atención temprana será infinitamente peor. En
diez meses Paulina hubiera acabado con una espasticidad como una rama de
sarmiento. Y aquí el que tiene dinero se lo paga de su bolsillo hasta que
finalmente consigue las terapias públicas. Nosotros, afortunadamente no somos
pobres, tampoco ricos. Pero pudimos mandarla a un centro privado. Te llegas a
gastar 500 euros al mes en atención temprana. Así que uno piensa en toda esa
gente trabajadora o inmigrante sin un duro: con un hijo así, están condenados.
P. Esa es la diferencia, entonces, entre Paulina y la niña
chica de 'Los santos inocentes'.
R.
Claro. Paulina podría haber sido la niña chica perfectamente. No lo es porque
gracias a Dios teníamos el dinero para mandarla a atención temprana sin esperar
a Crecovi. Y de una manera cruel está muy bien que saques ese
ejemplo, porque tiene mucho que ver con el mito de la superación. La gente
habla de 'Los santos inocentes' y solo se acuerda de un discapacitado, Azarías,
el que interpretaba Paco Rabal, que es autosuficiente en su entorno rural. Pero
en la novela hay dos. 'Las manos cerradas' habla de ese otro discapacitado del
que nadie se acuerda. Ese el que te decía antes. El habitante de la 'Holanda
profunda'.
P. Para
cualquier padre, la idea de tener una hija como Paulina puede presentarse como
el acabose, el infierno. Sin embargo, en tu libro, sin caer en la ñoñería, hay
escenas de una gran belleza. Por ejemplo, la amistad que Paulina hace dentro de
su centro de educación especial.
R.
Es que es una maravilla. Entre Paulina y su amiga Isabel pasa lo que pasaría
entre dos personas que comparten objetivos, circunstancias, intereses y
vivencias, que es lo que pasa con dos niñas con un grado de discapacidad
parecido. Paulina tiene muchos amigos en su colegio de educación especial, pero
desde hace algún tiempo está Isabel, que en su tablero de pictogramas nos
señala Paulina como su mejor amiga. Se ríen juntas y nosotros nunca sabremos de
qué. Es precioso. Cuando una no va a clase, la otra llora.
P. Eso le da
la vuelta a la imagen del colegio de educación especial como un gueto
deprimente y segregado que ven los defensores de la inclusión total y forzosa.
R.
Sí. La andadura de Paulina por la educación especial está siendo lo mejor del
mundo. La alegría que ves en esos pasillos entre niños que comparten
experiencias similares, uno cojea de un pie, otro que habla por un tablero,
otro que va en silla... Todos tienen una camaradería y una amistad intensas. Y
es algo que se ve cuando suena la sirena y se llenan los pasillos de sillas de ruedas. La primera vez te emociona: mi mujer llegó
con lágrimas en los ojos, porque no puedes evitar sentir cierta compasión,
cierta lástima, pero al mismo tiempo ves que están felices y atendidos, se
sienten queridos y ellos mismos aman. Por eso insisto mucho en lo que la
educación especial nos da. Y dudo mucho que nos lo pudiera dar la educación
ordinaria integrada, que desgraciadamente es el modelo que tratan de imponer
los ortodoxos.
P. Lo que tú
cuentas es justo lo que, desde la postura contraria a los centros de educación
especial, desde los favorables a la inclusión total, se pinta como una especie
de discriminación. Eso que tú describes como un lugar donde niños con parecidas
circunstancias pueden desarrollarse es lo que los otros llaman gueto.
R.
Sí. Esto que estoy contando se ve como una aberración. A mí me han llamado
'segregador' por llevar a mi hija a educación especial. Me han llegado a
acusar de no querer salir de mi zona de confort, cuando llevo cinco años, los
que tiene Paulina, sin pisar una. Parece mentira que no entiendan que lo que
nosotros queremos es que nuestros hijos estén bien, que puedan desarrollar su
potencial y aprendan todo lo posible. Además les estamos llevando a unos
centros que cumplen con la premisa básica de los fanáticos de la inclusión
total: que todo ser humano merece ser enseñado. Eso es precisamente lo que
hacen estos centros que ellos intentan cerrar. Todos los recursos se concentran,
todas las sinergias de profesionalidad, de técnicas, de medios, incluso de
intereses de los propios alumnos. Cuando entras a un centro de educación
especial con una hija de dos o tres años estás más perdido que una lentilla en
un campo de fútbol. No sabes ni por dónde empezar. Y allí todo el mundo va diez
pueblos por delante de ti. Los profesores, los directores y también los otros
padres. Formamos una comunidad, nos arropamos unos a otros, nos aconsejamos.
P. Cosa que no pasaría en la escuela ordinaria, claro.
R.
Y que ni se molestan en demostrar. A mí que me hagan creer que ese mundo puede
reproducirse en una escuela ordinaria, que me hagan creer que hay técnicas para
que el resto de los alumnos neurotípicos puedan incluir en sus juegos, en sus
aprendizajes y sus clases a una niña como la mía, me da la risa. Además estoy
un poco cansado de que no se invierta la carga de la prueba. Estoy hasta las
narices de contar todas las cosas que nos da nuestro centro de educación
especial, desde prestaciones y terapias hasta acogimiento emocional, consejos y
compañía. Estoy cansado de decirlo. Sin embargo, nadie es capaz de decirme qué
me van a dar a mí en ordinaria si me obligan a llevar a Paulina allí. En el
capítulo de educación especial de mi libro termino con una batería de preguntas
que ocupan tres o cuatro páginas. Que me respondan a esas preguntas. Que me
digan cuáles son las técnicas para que mi hija no acabe sola en clase, para que
tenga amigos. Si hay una técnica que me la hagan saber, porque estoy deseando
conocerla.
P. Más que
técnica parece que hay una ideología: la inclusión va a ser buena porque la
inclusión es buena, y esto es lo que tienes que creer.
R.
Sí. Hay un principio moral inflexible. Mira, solo el 17% de los alumnos con
necesidades especiales está en colegios especiales en España, el resto ya está
integrado. Necesitan muchos más recursos en los colegios ordinarios, y los
tienen que tener. Pero eso no puede justificar un debate sobre el modelo, que
solo está poniendo contentos a los políticos, porque cuando se habla de modelo
no se habla de dinero. Lo que hace falta es dinero en la ordinaria e incluir a
los alumnos que puedan ser incluidos, y también dinero en la especial para
tener mejores prestaciones en los que no pueden ser incluidos. Esto no invalida
ningún modelo. No invalida que Paulina, con su parálisis cerebral tetraparéisca
y su 68% de discapacidad necesite un centro con una especialización especial. Y
la inclusión ya la haremos fuera.
P. Leyendo
tu libro no entiendo cómo la postura de cerrar centros de educación especial ha
podido tener tanto éxito...
R.
El desconocimiento de la realidad diversa de la discapacidad, de sus escalones,
es muy desconocido en el mundo neurotípico, en Italia. Por eso escribo este
libro: venid a conocer Holanda. Pero lo que te encuentras en este debate es un
fanatismo asolador.
P. Mucha
pedagogía universitaria.
R. Sí, mucha teoría. Cuando alguien le das un martillo todo le parecen
clavos. Creo que tiene mucho que ver con el ambiente que se vive en las
universidades, que son como una caja de resonancia donde todo el mundo quiere
salvar la vida a todo el mundo desde su cátedra. Detrás de todo esto está la
batalla en las entrañas del progresismo, entre la izquierda ilustrada, basada
en la evidencia, y la posmoderna, basada en lo emocional y en la idea de que el
hombre puede ser construido y la biología no cuenta nada. Es un debate importante
para nosotros porque, ¿qué otro campo existe donde la biología sea más
importante que en la discapacidad de mi hija?
https://www.elconfidencial.com/cultura/2020-10-21/paco-bescos-las-manos-cerradas-entrevista_2798255/
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